viernes, 5 de abril de 2024

El ponche

Hace ya 14 largos años en un bar de Sant Martí, el barrio donde vivo, se empezó a fraguar entre dos jóvenes inconscientes, una tradición que ha sobrevivido, incluido la pandemia, hasta el día de hoy. Sí, me refiero a ese diabólico elixir que preparamos más o menos por estas fechas que se ha convertido en nuestra tradición: el ponche de Semana Santa.

Eran ya las postrimerías de la Navidad, ya habíamos pasado de año, y son esas fechas las que Carlos vuelve a casa, como el anuncio, para ver a su familia desde la Teruel que existe. Empezamos a elucubrar sobre la no tan inminente Semana Santa, de qué estaría bien hacer algo novedoso, ya que costaba bajar a cenar a Molina por la escasez de coches y que el ambiente de los pubs de antaño había disminuido notablemente. Y ahí vino la idea.

Inspirado en su otro pueblo, Carlos comentó que allí hacían un ponche (no recuerdo si para esas mismas fechas) y que podríamos hacerlo también en Anchuela. Fue un sí de manual. En el mundo pre-whatsapp, donde las comunicaciones se hacían por el chat de FB o lo que quedara de Messenger, se fue trasladando la idea que fue bien vista por el resto del grupo. Ya estaba todo en marcha.

Llegó ya esa semana marcada en el calendario, con el típico frío de nuestros queridos pueblos por esas fechas. En esa época, era de los primeros en llegar al pueblo, donde siempre se encontraba Carlos, por lo que se garantizaba que hubiera alguien allí. Todo transcurría con la tranquilidad obvia de la despoblación del inicio de la semana hasta las fechas festivas, pero ya se acercaba la preparación.

Empezamos con algo que se hizo una especie de liturgia. Bajar a Molina el miércoles (o el mismo jueves), ir al Vivó de arriba, con su cola pertinente por las fechas, al almacén, buscar los litros y litros de vino, los licores de manzana y melocotón, azúcar, hielo, la fruta de base, en este caso la nectarina y hasta el barreño. Eso sí, antes de volver, un almuerzo necesario en la tan añorada marisquería Rafa. Ya teníamos todo.

Ese año fue un ponche duro, pero que cumplió sus expectativas. Había que ir ajustando el sabor para volverlo más dulce con tanto vino peleón, algo que se fue mejorando a base de experiencia (es decir, mucho ensayo-error) hasta conseguir darle un sabor, al menos, aceptable. Eso sí, sería una lucha anual para encontrar el toque dulce a un vino que de por sí está muy lejos de tenerlo.

El prime, como se dice ahora, fue cuando se convirtió en un evento abierto para el exterior. Durante años, excepto alguna visita puntual, era una fiesta autóctona, pero fue cuando llegaron los de Turmiel que traspasó el siguiente nivel. Un juego sencillo, con preparación, más de la que creía y podéis imaginar, con canciones, un sorteo aleatorio y mucho ponche, hizo que una noche tímida se quitará la corbata. Como ese año, no hubo ninguna más, aunque se intentara replicar.

No se necesita mucho más que tener ganas de beber ese brebaje creado por las mentes alcohólicas de un grupo de beodos. No hace falta música, solo algo para romper el hielo. Un juego de cartas, un “yo nunca, nunca” tontorrón o nada de lo anterior. Pero, cuando llega Semana Santa, sabes que el ponche es obligatorio y es algo que me satisface, aunque no esté, como este año.

He estado en todos los anteriores, comprando el vino, buscando licores con alcohol o preparándolo, pero este año, por unas cosas u otras, no pude ir, pero lo que me reconforta es que, aunque este año apenas había alguien del ponche original, solo uno, las siguientes generaciones mantienen el espíritu vivo para que se convierta en una tradición perpetúa que vaya de generación en generación. Un legado del que me puedo sentir orgulloso: que Semana Santa sea sinónimo de ponche.

martes, 6 de septiembre de 2022

The last dance

 La gente que me conoce ha oído hablar desde hace años sobre lo del “last dance”, aunque cuando empecé a hablar de esa idea, ya que el nombre lo cogí, como no podía ser de otra manera, del documental de Michael Jordan con el mismo nombre, yo siempre lo definía como un último año a tope. Una idea que, por el covid, se fue posponiendo año tras año. Hasta este mismo.

Estuve meses intentando estar mejor físicamente, cosa que conseguí tras mucho esfuerzo, para ese desafío. Los años, incluso para mí, pasan. Y pesan. Cada vez que me enfrento a este desafío, cuesta más. Pero llegué al día 6 de agosto en el estado me marqué como objetivo. Por delante venía el siguiente paso: enfrentarme a un verano con bastantes excesos. Cosa que me daba pánico visto que no controlaba ya mis límites, visto lo que me ocurrió en mi último desmadre, y que estaba muy desentrenado. Pero había que enfrentarse a ello.

Llegué el mismo día de la reunión ordinaria, aunque sabía que no iba a ser la última de ese verano. No me imaginé que habría hasta dos más. En ese día, empezó a venir los primeros anchuelinos sedientos de fiestas. Como era de forma habitual, se hizo un pequeño tentempié en Amayas, para ir abriendo boca de todo lo que vendría. Una noche tranquila que te hacía recordar lo que era una orquesta, aunque fuera de dudosa calidad. No sería la peor que nos encontraríamos.

Nos plantamos en la semana grande. Hace tiempo que dejó de ser solamente los días de fiesta, de orquesta. Se empezó el lunes con la típica cena donde, debido a la opa generacional, cada vez somos más comensales. Y mira que antes lo éramos. Cómo se echa de menos a Rafa en esas noches. Rematando ese inicio con los Anchuela Awards, ese invento de hace varios años que me entró la pedrada de hacerlo como un show. Para el año que viene prometo mejorarlo. Ya tengo ideas después de esta primera edición.

Al día siguiente, el martes, llegó uno de esos días que abarca a muchas generaciones: la fiesta de la cerveza. Una fiesta creada de la idea más absurda un vermú de estos típicos en Anchuela, con un botellín tras otro, hasta alcanzar el estatus de festividad y que todo el mundo está contento con ella. Siempre será uno de los mejores días de cualquier verano. Pero, antes de eso, había que hacer el pregón. Ya que era un año marcado, decidí realizarlo de nuevo. Ya he empatado al inigualable Cristian en ese apartado.

Llegó, por fin, el día de orquestas. Muchas ganas de volver a escuchar una en mi pueblo. Menuda monstruosidad de tráiler. Eso sí, iríamos de más a menos, aunque se esperaba de antemano. Fue, sin duda, el mejor día de todo el verano. La orquesta, el chiringuito, el palomiteo. Tuvo de todo. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto. Una noche, para variar, que acabó de día. Lo que me pude reír esa noche no tiene explicación alguna.

Tras unas pocas horas, San Miguel esperaba. Había que cumplir llevando al santo en la vuelta al pueblo, la foto de todo el grupo con nuestras mejores galas o el arrasar con la comida especial que se prepara para el vermú. La noche estuvo bien, con turno de chiringo incluido, aunque veníamos de una gran noche. Siempre elijo este día como el de la retirada temprana (contando temprana cerca del amanecer) y no iba a ser diferente. Cualquier cosa sirve para estar fresco para la última noche.

Tras una dura pero honrosa derrota en la maratón, nos plantamos en la primera noche que la chaqueta era útil. Aunque he de decir que yo llevé los días anteriores para lucir las recientes compras, aunque hiciera un tiempo espectacular para lo que solían ser las frías noches manchegas. La orquesta, como el coincidir con otros pueblos, hicieron que fuera una fiesta en petit comité, con un panorama un tanto deslucido, pero que al ser la última noche acaba siendo una buena noche. Para dar conclusión a las fiestas, se acabó en la torrecilla viendo el tímido amanecer. Se acabó lo bueno.

Aunque quedaba la merienda, se podía dar por finalizadas las fiestas. La gente empezó a marcharse al llegar el día 15 quedando parte de mi grupo, el original, reducido a casi la extinción. Los que se fueron, no pudieron disfrutar de la actuación más bizarra que recuerdo. La peor orquesta que jamás haya podido vivir, con una performance que daba vergüenza ajena. Lo siento por la gente de Hinojosa, que fue timada de mala manera. Demasiado tiempo estuvimos para lo que fue.

Quería llegar sí o sí a la sopeta de Turmiel, cosa que conseguí, y poder llevar un ponche fabricado con retales e improvisación para cualquiera que lo quisiera. No sé como se pueden sorprender a estas alturas que aguante los artilleros con tanta soltura. Es uno de esos días que tengo marcados en agosto, debido a lo bien que me llevo con la gente de allí y que nunca decepciona. Más de una vez se me ha pasado por la cabeza recuperar esa tradición para el pueblo, pero creo que la idiosincrasia de este, tras tantos días de fiesta, no lo permitiría.

Mi viaje terminó antes de lo que pensaba, pero era el momento de marcharme de nuevo a Barcelona. El último baile terminó ahí. Evidentemente, no dejaré de ir al pueblo, seguiré haciendo el bingo con mi inimitable estilo, trasnocharé alguna que otra noche y quedarán más capítulos de este libro, pero se puede decir que ha sido un buen colofón a tantos años de aventuras. Quién sabe lo que vendrá en años venideros, pero seguro que hay un antes y un después de este. Y, sin dudarlo, fue un gran last dance.

viernes, 5 de agosto de 2022

El verano que nunca tuvimos que perder

 Han pasado ya casi 3 años desde el último verano normal. Si me llegan a decir todo lo que vino después, pensaría que era una mala broma. Nunca me hubiera imaginado que ese verano de 2019 iba a ser el último donde vivíamos despreocupados y sin pensar que iba a pasar mucho tiempo en recuperar, parte al menos, todo aquello que vivíamos de forma natural. Y ese año llegó.

Cuando estéis leyendo estas líneas, seguramente, esté de camino al pueblo. O incluso ya allí. Aunque no es la primera vez que voy en esta época pandémica, si he de decir que es la más especial después de mucho tiempo. Es el verano donde se va a recuperar aquello que se el virus nos arrebató. Es volver a la casilla de salida después de estar en la cárcel. Nos quitamos las cadenas.

Un verano con las orquestas volviendo a sonar. Va a ser el año que baile todos los pasodobles habidos y por haber. El estar listo desde el minuto uno y no esperarme a que empiecen las primeras notas para empezar mi breve ritual, por tiempo que no dedicación, de aseo y cambio de look. El de ayudar a los primeros turnos del chiringuito que empiezan a montar el tinglado. El de, incluso, amnistiar a “Fiesta pagana”. Con fecha de caducidad, eso sí.

Reencontrarse con toda esa gente con la que mantenías conversaciones entre copas y hace años, en algunos casos, que ni siquiera ves. Ahora sí que hay que ponerse al día de todo. Mucho tiempo ha pasado desde la última vez. Demasiado. Las grandes noches se habrán quedado atrás ya, a estas alturas, para muchos y muchas. Incluso casi para este ya veterano escritor.

El poder ver de nuevo el amanecer desde lo alto de la Torrecilla como epílogo de las fiestas tras una noche, o varias, larga. Ser el primero en llegar, como manda la tradición, cuando el sol ya está amenazando para salir para poder disfrutar de algo tan cotidiano como efímero que es ver nacer un nuevo día. Y llegar abajo sano y salvo en esa montaña con demasiadas trampas para un mortal beodo.

El volver a coger la bici por esas carreteras, ahora muy bien asfaltadas, hasta llegar al premio de una Coca Cola en el pueblo de destino. Disfrutar sufriendo en el Cerrogordo un año más. El ver el ambiente de los alrededores a medida que se acercan sus fiestas y se va llenando para la ocasión. O la inversa cuando ya se acerca el final del verano en épocas donde llegábamos hasta los últimos compases. Atrás quedaron los sprints de antaño con tus amigos como si de una meta del Tour se tratara.

Tomarse una cerveza tras otra en un vermú cualquiera hablando de batallas que fueron o que vendrán. Jugar un guiñote desenfadadamente, aunque con ansias de ganar. Juntarse de nuevo con todo el mundo con la única distancia de seguridad creada por una silla de Mahou. La hora de comer marca el final de las interminables rondas. La última y ya me voy, como frase recurrente.

El primer verano post bicho donde Rafa ya no atenderá nuestra, cada vez más, larga mesa de comensales. Solo quedarán los recuerdos. Como los de mi camarera rumana. Otro sitio ocupará su lugar, pero la magia se mantendrá, por siempre, en aquel rincón, que no del Gintonic, por mucho que sea nuestro sitio fetiche actualmente. Dejar atrás los chupitos forma parte de madurar, dicen.

En definitiva, disfrutar de nuevo de las fiestas. Para algunos, los más jóvenes, solo ha sido un parón. Para los que tenemos tantaitnos, un final casi obligado. Pero el cierre lo pondremos nosotros, no por imposición. Y creo, que este es un verano para la redención, pero, sobre todo, para volver a pasarlo bien, reír y coger todo el aire necesario para lo que queda de año. Verano 2022, año 1. El principio de lo que nunca se perdió.

martes, 26 de abril de 2022

Semana Santa con la antigua normalidad

 Vuelvo después de un largo tiempo sin escribir. Mi enésimo retorno iba a ser hace un par de semanas, justo antes de marcharme de Barcelona, pero, tras escribirlo la noche antes de irme con la firme intención de publicarlo por la mañana, se me olvidó. Sí, un desastre. En él, hablaba de cómo fue mi última Semana Santa precovid. Quizá lo publique en algún momento, aunque ya carece de valor.

Tenía ganas de volver al pueblo de forma más o menos normal. No la nueva normalidad sino la anterior, la de toda la vida. He de decir que adelanté mii viaje hacia tierras manchegas, que estaba programado para quizás un día, o dos, después y fue por un motivo totalmente comprensible: poder ver al Real Madrid en el Bernabéu la vuelta de Champions. Una experiencia única que me quitó vida, pero me dio una de las grandes sensaciones que puedes sentir como aficionado, sabiendo que has estado en otra de esas noches históricas en el templo. Pero no nos desviemos.

El miércoles volví al pueblo tras mi breve paso el día de antes para dejar solo maletas y calçots, comer allí y seguir hacia Madrid. Esta vez, ya era para quedarme. Y fue entonces cuando vi la normalidad. El bar abierto, pudiendo entrar tranquilamente, como hacia unos años. La mascarilla ya había desaparecido para casi toda la totalidad. El pueblo de toda la vida. No había mucha gente aún, ya que el día de llegada masiva era el jueves, pero al menos, ya había unos cuantos. Un día y noche tranquila, suficiente para calentar motores.

Antiguamente, como ya sabréis, el día fuerte es el jueves donde tenemos el ponche. Hacía 11 años que empezamos con esa tradición, aunque no se pudo hacer en estos dos últimos. Habrá que hacer algo especial por el décimo aniversario real del mismo el próximo año. Tras la múltiple recepción de los últimos, o penúltimos, recién llegados durante toda la jornada, después de la cena, se empezó la liturgia de la preparación, que tampoco tiene mucho misterio.

La receta es simple: fruta, vino, licores (esta vez con alcohol) y azúcar. Y mucho cariño. Con música y algún juego para romper el hielo, la noche hacía el resto. No eran aquellos ponches multitudinarios de las últimas ocasiones, pero cumplió su cometido. Por fin pude usar el cubo que compré para esta ocasión a finales del 19. No sé si estuvo bueno el mejunje, pero si puedo decir que se acabó todo. Esa noche llegamos hasta el final. La clase, como digo siempre, nunca se pierde.

El viernes santo también volvimos a cenar en Molina, aunque se hace tan raro no hacerlo en la Marisquería Rafa, que seguimos añorando. Era la primera vez, en estas fechas, que no íbamos al templo culinario de Molina. Seguramente, esa aura que forjamos durante estos años de cenar allí, con todas sus historias y anécdotas, a estas alturas, no lograremos trasladarlo jamás a otro sitio. Solo esperamos que vuelvan a abrir. Y, para más inri, con “El rincón del Gintonic” al lado.

Acabamos en Turmiel, aunque sin peña y con el frío que hacía, se hizo más duro poder aguantar ahí como en los años anteriores. Aún así, acabé yéndome en el último coche, cuando algunos de edad cercana a mí, se fueron bastante antes. Aunque espero que, para el próximo año, o antes, recuperen ese sitio emblemático de Turmiel, que fueron pioneros en darle un buen uso para Semana Santa y crear un día de fiesta en esos pueblos que antes no existía.

El sábado es el último “lectivo” para prácticamente todos. También para mí. Como bien he escrito unos cuantos párrafos más arriba, llevé calçots desde cada. Bastantes. Entre eso y la carne que compraron, nos pegamos una buena barbacoa, donde mi único objetivo era arrasar con tantos “cebollinos” fueran posibles. Cosa que hice. E incluso nos sobró para hacer una cena con lo que quedó. Eso sí, ya notaba que mi gente no estaba muy activa ya a esas horas y noté el cansancio del día. Bueno, el no hacer siesta. La gente se fue marchando hasta que, al subir a la peña, me vi con gente excesivamente joven. Era la señal de la retirada.

Fueron días muy buenos, incluso en lo meteorológico. Agradecí el buen tiempo, aunque me dejará rojo toda parte del cuerpo que tocó algún rayo de sol. El último día, el domingo, tuvimos que buscar sombrillas porque hacía un calor muy parecido al verano. No exagero. Ese día no toqué una birra todo eran refrescos o tostadas. Aunque parezca mentira, allí es el único sitio donde bebo cerveza, aunque hay alguna pequeña excepción. Y llegó la hora de volver a casa por la tarde, poniendo punto final a mi estancia por Anchuela.

No recuerdo si en ese escrito que hice para el inicio de Semana Santa lo mencioné, pero me quedó un sabor un tanto amargo de aquel último año. Pero esta, me ha dejado un buen sabor de boca. Tenía dudas, lo prometo. Tenía ganas de estar allí pero ahora tengo más ganas de volver para disfrutar de un verano normal, como antes de estos dos últimos años. El “Last Dance” está cada vez más cerca. Pero de eso, ya hablaremos más adelante.

lunes, 10 de mayo de 2021

Un verano normal

Hace unas semanas que Semana Santa ya ha volado de la misma forma que el año anterior: sin poder ir a nuestro pueblo. No hubo ponche real, ni cena en Molina, ni el evitar el frío que suele hacer por esas fechas, caigan cuando caigan, por aquellas tierras. Otra época marcada en rojo en el calendario de visita obligada al pueblo que debemos tachar.

Sinceramente, creo que fue más duro el año anterior, estando en pleno confinamiento. Este año, seguramente, lo he tenido más asumido y no ha costado tanto asimilar que no podríamos ir. Pero, igualmente, a medida que pasa el tiempo y vamos surfeando ola tras ola, mi pesimismo se vuelve mayor viendo que quizá estemos otro año sin fiestas.

En todo este tiempo, incluso el pasado año, quise ser optimista, pero me resulta complicado. Ya serían dos años sin orquestas, sin fiestas como tal. Algo difícil de llevar para todos, sin duda con mayor grado para los jóvenes, pero también para los crepusculares como el caso de este escritor menos joven.

Echo de menos los típicos nervios de la llegada al pueblo, después de varias horas de viaje, cuando ya ves los girasoles franqueando tu paso por esa estrecha carretera llena de curvas imposibles. El ir saludando a los que llegaron antes de ti y responder hasta cuándo me voy a quedar-

Como echo de menos, también, esos vermús con rondas inacabables de Mahou hasta la hora de comer, donde se juntan dos botellines al instante, respondiendo con un sí a la repetida pregunta de quién quiere otra. Empezar unos pocos, lo más madrugadores, e ir incorporando más gente para la causa.

El coger la bici y perderme alguna tarde yendo a esos pueblos cercanos, solo o acompañado, tomándome una Coca Cola Zero en el bar de turno, que al final es la excusa para moverse. Volver a casa mientras el sol va desapareciendo. Jugar a fútbol en el irregular campo, donde las lesiones no existen, jugándote la honra de tu generación con un chute que acabará yéndose a las eras de al lado.

Montar el chiringuito y el “tablao” entre unos pocos. El ver cómo se va engalanando poco a poco el pueblo. La llegada de la orquesta. Estar viendo sus ensayos. “1, 2, 3, sí, sí” como banda sonora de esos ratos. El sentir esas cosquillas, esa emoción, esas ganas de las fiestas de tu pueblo.

El tener una charla ebria y sin sentido con alguna amistad de algún pueblo de al lado. Acercarme a alguien con la excusa de una de esas eternas canciones que suenan. El ir a dar una vuelta con nocturnidad y comerte la boca con una de esas caras habituales, o no, en un rincón apartado del pueblo de turno. El ver las mismas caras de todos los años, pero con nuevas historias por contar.

El levantarte destrozado y con más sueño, pero con ganas de resumir la noche anterior, cual tertulia de corazón. Toda la noche se comenta en el vermú del día después. O durante varios días, depende del calado de la historia veraniega. Y no suele olvidarse ya, pase el tiempo que pase. La memoria de la gente, para esas cosas, es eterna.

Pasar una tarde tomando algo en otro sitio que no sea tu propio pueblo. Sobre todo, en sus propias fiestas. Disfrutar de las orquestas, sean buenas o menos buenas, en todos esos pueblos. Desde los pasodobles hasta el rock. De “Francisco Alegre”, pasando por “El chacachá del tren”, “Despacito”, “Marta, Sebas, Guille y los demás” (aunque todos la conocemos como “Son mis amigos”) hasta ·Fiesta pagana”. El no tenemos casa como eslogan definitivo.

Ver pasar los días demasiado rápido. Ayer estabas llegando y te vas a ir mañana como aquel que dice. Despedirte de la gente con tristeza sin saber cuándo volverás a verlos. Tomarte la última cerveza, o la última copa con ellos. Sin ganas de volver a casa. Cambiar la tranquilidad de un paseo por las montañas por el estrés de la ciudad en cuestión de pocas horas. La nostalgia se apodera de ti solo en pisar suelo.

Voy a echar de menos todo eso. Quedan unos meses aún hasta ver qué se podrá hacer o no. Esperemos que más que el año pasado. Después de lo que hemos pasado, en mayor o menor grado, nos merecemos todos, un verano lo más normal posible. Mientras tanto, todo es un bonito recuerdo que hace tiempo no se cumple. Ojalá este año sí.


viernes, 18 de diciembre de 2020

Oda al pasodoble

 

En este año, maldito año, que ya agoniza, ha habido muchas cosas de las que no hemos podido disfrutar. En nuestro querido pueblo, por supuesto. Hay muchas, decenas de cosas, pero, estos días, he tenido en mente una de las cosas típica de nuestras fiestas, esa música que ya solo escuchan algunos nostálgicos. El reggeaton de mitad de la década pasada, salvando todas las distancias: el pasodoble.

Como la vida misma, mi relación con este género musical ha tenido altibajos, aunque he de decir que ha ido de menos a más. Desde el auténtico desconocimiento hasta desear escucharlo. Sobre todo, este año. De hecho, recuerdo el último pasodoble que bailé. Y no fue en las fiestas en sí: fue en San Miguel, el patrón de mi pueblo. Pero el real, el de septiembre. La última vez que hubo alguna celebración, de cualquier tipo, por esas tierras.

Me tengo que tirar muchos años atrás para empezar mi paseo por los recuerdos. Antiguamente, no sé si lo he mencionado alguna vez, era la música estrella. En una época donde empezaban a sonar las canciones que siguen tocando en nuestros días y, la música ochentera, predominaba el panorama, las orquestas, que empezaban de tarde y terminaba en un horario mucho más temprano que ahora, el pasodoble amenizaba nuestras fiestas.

En esa época, cuando yo era solo un tierno infante, no era muy consciente de la música, ni del baile en sí, por lo que apenas reparé en esos compases que me acompañarían tantos y tantos años después. Pasarían unos cuantos años hasta que empezaría a tener consciencia de la repercusión que tendría.

Mis primeros recuerdos nítidos ya fueron bien entrada la adolescencia, de camino a la pubertad. Las chicas de mi grupo si querían bailar pasodobles con nosotros, pero, por cosas de la edad, huíamos despavoridos, literalmente, ante tal compromiso. Estar sentado en un banco con mi grupo, escuchar las primeras notas, venir las chicas hasta nuestra posición y dispersarnos. No siempre se podía escapar y acababas bailando. Eso sí, bajo coacción.

Con el tiempo, tras pasar esa típica vergüenza juvenil, la cosa empezaba a normalizarse. Ya no solo eran ellas las que pedían bailar, también lo hacíamos nosotros a veces. Eso sí, muchas veces se trataba de un juego con la típica pareja a base de choques o miradas cómplices. No era nada serio. Solo esperabas a las últimas canciones, que aún tardarían unas cuantas horas en llegar.

Fueron pasando los años y las canciones fueron menguando. Apenas ya ponen 3 ó 4, a lo máximo y en horarios donde uno se suele estar acicalando o ayudando a la gente del chiringuito por lo que bailar no es una opción muchas veces. Evidentemente, en otros lugares, por las horas que partimos hacia otras fiestas, era más inviable llegar a esas primeras canciones.

Francisco Alegre, Campanera, Viva el pasodoble, No te vayas de Navarra o Tres veces guapa han envejecido mientras nosotros crecíamos. A nuestro lado, sin ruido, nos decían que las fiestas empezaban. Eran, son, el pistoletazo de salida a esos días que tanto anhelamos y que duran un suspiro. Suenan al principio y luego dejan paso al resto de canciones, un poco menos añejas que ellas. Y cada vez suenan menos.

Uno de los propósitos pueblerinos de este año, si todo va bien como espero y deseo, con unas fiestas lo más normal posibles, es bailar esas canciones. Si estoy en el frontón y haya alguien disponible, no pienso desperdiciar ninguno de estos clásicos que tanto tiempo llevan sonando. Después de este 2020, hay que aprovechar las fiestas al máximo. Y no es una promesa, va a ser una realidad. ¡Qué viva el pasodoble!

jueves, 27 de agosto de 2020

¿Quién nos robó el mes de agosto?

 ¿Quién me robó el mes de agosto? Parafraseando a Joaquín Sabina (y cambiando el mes de abril por este mes que ya agoniza) es lo que pensé cuando estuve unos días por el pueblo en este extraño año que esperemos que termine. Aunque en este caso sabemos quién (en este caso “qué”) nos lo ha hurtado en nuestras narices, muy a nuestro pesar.

He de reconocer que no tenía ninguna intención de ir. Normalmente, tenía ganas de ir ya cuando llegaba julio, pero, este año, siquiera pasando del 7 al 8, al principio me entraron esa terrible necesidad de marcharme para tierras manchegas. Pero llegó el segundo fin de semana del mes y algo cambió.

No, no voy a decir que, de la nada, me vino el “hype” por ir. Eso sería hasta precioso para el relato. Pero no es así. Una serie de factores se alinearon en la capital, unidos con las ganas de ver a mi familia (hacía meses que no veía a mi padre), hicieron que el lunes hiciera mi ligero equipaje (hoy va de canciones la cosa) y me marchara. Me esperaban unas horitas de viaje.

Era el día 10. En ese día, en una situación de normalidad, que no nueva, ya estaría todo preparado para las fiestas. A la hora que llegué, ya estaría todo montado para las pruebas de sonido que tanto me gusta disfrutar en un rato de semi soledad, en un banco del frontón, a poco de empezar, oficialmente, los primeros compases. Evidentemente, no había adornos, ni chiringuito, ni orquesta. No había nada que celebrar.

No era lo único que chirriaba de todo esto. Seguramente, la no celebración de fiestas, era la que menos. No poder entrar al bar (suerte que estaba abierto al menos) para pedir una ronda de cervezas. O entrar al lavabo. Tampoco poder jugar a cartas. No he podido cantar las 40 este año. Y volviendo a casa por las veces, que han sido unas cuantas, que me he dejado la mascarilla. A pesar de llevarle siempre en Barcelona, se me olvidaba llevarla por el pueblo.

Todo se ha hecho al aire libre. Corros gigantes para tomar el vermut. Todos tenemos interiorizado lo de hacer corros, como en las fiestas. Incluso una misa, la de San Miguel, al aire libre. Cómo he echado de menos mis pepinillos en plan pincho. Tantas cosas que eran “normales” se han quedado aparcadas. Y eso que teníamos muchas cosas pensadas desde hacía meses.

Un verano de mucha tranquilidad. Tanto, que no parecía un verano. De poder ir al demasiado popular Salteiro. De ir de “tardeo” a Molina. De visitar los lavaderos con mucha frecuencia, a cualquier hora del día. Se intentaban improvisar cosas, pero, a pesar de no estar mal todo lo que he dicho anteriormente, había un vacío enorme. Sin las fiestas, parecía un final, pero muy final, de mes, cuando ya no hay pueblo que visitar. Lo dicho, es todo tan extraño.

Y he de felicitar a la gente de mi pueblo sobre todo a los más jóvenes que, por menos edad que tengan, han respetado las normas dentro de lo posible. No han hecho fiestas clandestinas para que todo el mundo se reúna, ni avisar a gente de otros pueblos para hacerlas (y no subirlas a las RRSS para que no se vea, aunque el mal ya está hecho). Tener conciencia no es solo no poner en riesgo nuestra salud, también tenerla con la gente de nuestro pueblo y alrededores con actos así.

Para recuperar todo aquello que teníamos 1 año atrás, el poder hablar con la gente de otros pueblos, el poder tomarte una Coca Cola (Zero) después de hacer deporte en otro lugar, el poder dar dos besos o un abrazo cuando se tienen ganas, el dejar la mascarilla olvidada para siempre, depende de nosotros. Y de la vacuna, obvio. Aunque eso, ya no depende de nosotros.

Ojalá en 2021 las orquestas vuelvan (lo único positivo es que este año no hubiéramos tenido 3 días por la lluvia del día 11), podamos jugar a guiñote, bailemos unos pasodobles, reduzcamos la distancia de seguridad o que volvamos a trasnochar hasta que salga el sol. Y, esta vez, no nos preguntemos si alguien nos robó el mes de agosto.