Hace ya 14 largos años en un bar de Sant Martí, el barrio donde vivo, se empezó a fraguar entre dos jóvenes inconscientes, una tradición que ha sobrevivido, incluido la pandemia, hasta el día de hoy. Sí, me refiero a ese diabólico elixir que preparamos más o menos por estas fechas que se ha convertido en nuestra tradición: el ponche de Semana Santa.
Eran ya las postrimerías de la Navidad, ya habíamos pasado
de año, y son esas fechas las que Carlos vuelve a casa, como el anuncio, para
ver a su familia desde la Teruel que existe. Empezamos a elucubrar sobre la no
tan inminente Semana Santa, de qué estaría bien hacer algo novedoso, ya que
costaba bajar a cenar a Molina por la escasez de coches y que el ambiente de
los pubs de antaño había disminuido notablemente. Y ahí vino la idea.
Inspirado en su otro pueblo, Carlos comentó que allí hacían
un ponche (no recuerdo si para esas mismas fechas) y que podríamos hacerlo
también en Anchuela. Fue un sí de manual. En el mundo pre-whatsapp, donde las
comunicaciones se hacían por el chat de FB o lo que quedara de Messenger, se
fue trasladando la idea que fue bien vista por el resto del grupo. Ya estaba
todo en marcha.
Llegó ya esa semana marcada en el calendario, con el típico
frío de nuestros queridos pueblos por esas fechas. En esa época, era de los
primeros en llegar al pueblo, donde siempre se encontraba Carlos, por lo que se
garantizaba que hubiera alguien allí. Todo transcurría con la tranquilidad
obvia de la despoblación del inicio de la semana hasta las fechas festivas,
pero ya se acercaba la preparación.
Empezamos con algo que se hizo una especie de liturgia.
Bajar a Molina el miércoles (o el mismo jueves), ir al Vivó de arriba, con su
cola pertinente por las fechas, al almacén, buscar los litros y litros de vino,
los licores de manzana y melocotón, azúcar, hielo, la fruta de base, en este
caso la nectarina y hasta el barreño. Eso sí, antes de volver, un almuerzo
necesario en la tan añorada marisquería Rafa. Ya teníamos todo.
Ese año fue un ponche duro, pero que cumplió sus
expectativas. Había que ir ajustando el sabor para volverlo más dulce con tanto
vino peleón, algo que se fue mejorando a base de experiencia (es decir, mucho
ensayo-error) hasta conseguir darle un sabor, al menos, aceptable. Eso sí, sería
una lucha anual para encontrar el toque dulce a un vino que de por sí está muy
lejos de tenerlo.
El prime, como se dice ahora, fue cuando se convirtió
en un evento abierto para el exterior. Durante años, excepto alguna visita
puntual, era una fiesta autóctona, pero fue cuando llegaron los de Turmiel que
traspasó el siguiente nivel. Un juego sencillo, con preparación, más de la que
creía y podéis imaginar, con canciones, un sorteo aleatorio y mucho ponche, hizo
que una noche tímida se quitará la corbata. Como ese año, no hubo ninguna más,
aunque se intentara replicar.
No se necesita mucho más que tener ganas de beber ese brebaje
creado por las mentes alcohólicas de un grupo de beodos. No hace falta música,
solo algo para romper el hielo. Un juego de cartas, un “yo nunca, nunca”
tontorrón o nada de lo anterior. Pero, cuando llega Semana Santa, sabes que el
ponche es obligatorio y es algo que me satisface, aunque no esté, como este
año.
He estado en todos los anteriores, comprando el vino,
buscando licores con alcohol o preparándolo, pero este año, por unas cosas u
otras, no pude ir, pero lo que me reconforta es que, aunque este año apenas había
alguien del ponche original, solo uno, las siguientes generaciones mantienen el
espíritu vivo para que se convierta en una tradición perpetúa que vaya de
generación en generación. Un legado del que me puedo sentir orgulloso: que
Semana Santa sea sinónimo de ponche.